Todos recordamos a algunos profesores de nuestra infancia con enorme afecto, aunque no recordemos una palabra de lo que nos contaron. Dejaron huella en nuestras vidas, no tanto por sus lecciones magistrales, sino por cómo despertaron en nosotros ciertas virtudes cardinales. Por cómo lograron transmitirnos la pasión por el aprendizaje y por la vida.
Estos profesores son más que profesores. Son Maestros. Personas que te enseñan por contagio, de una manera natural, casi sin que te des cuenta. No te piden la atención, la escucha. Pero sin embargo tú les atiendes, te llegan, les admiras. Y de pronto te das cuenta de que hay un aroma a ellos en todo lo que haces.
Antonio nunca fue profesor del colegio. Fue ni más ni menos que su Director durante unos años muy intensos y complejos. No siendo profesor, fue un gran Maestro, que predicaba desde el ejemplo. Un Maestro que ha dejado una huella que no logrará borrar el COVID que se lo llevó. Yo me acuerdo de él cada día: ¿qué pensaría Antonio de esto? ¿qué me diría Antonio? ¿qué haría si estuviera en mi lugar? Y como por arte de magia, creo que tengo bastantes claras las respuestas. Esa fue su huella, su legado: la de sus convicciones, la de sus valores, que se convierten en auténticas brújulas cuando tienes que tomar decisiones.
Sirvan estas breves palabras para recordar a un hombre ejemplar, enorme, inabarcable, intenso, entregado a su obra. Un homenaje a él y a todos los Maestros, a los que dieron o nunca dieron una sola clase a lo largo de estos 60 años de vida del Colegio San Ignacio de Loyola. ¡Felicidades!
Pablo Burgué. Padre «San Ignacio»