El inicio de curso supone para muchos un momento lleno de expectativas, incertidumbre, ilusión, temor, sorpresa. En muchos casos, supone el reencuentro con amigos, en otros, un comienzo en un entorno nuevo y desconocido.
Las convivencias de inicio de curso persiguen un objetivo claro, fomentar la unidad, el descubrimiento, el sentido de pertenencia, el reconocimiento de uno en el otro. Por eso y durante el mes de septiembre, nuestros alumnos más mayores, van a disfrutar semanalmente de una jornada donde poder experimentar todo esto, haciendo suyo el lema de este curso, «Un solo corazón».
«Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi Espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” Ez. 36, 26-27
«Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer. 31, 33)
El corazón da vida a todo el cuerpo. Ninguno de nosotros está haciendo ahora ningún esfuerzo muscular para que su corazón lata. Sin embargo, cada latido llega hasta la última célula de nuestro cuerpo. Aun teniendo dos ojos, dos oídos, brazos y piernas, tenemos un solo corazón que extiende su energía por todo el organismo humano. Pero si ya estamos hechos así ¿a qué nos referimos cuando hablamos de un solo corazón?
En la tradición hebrea el corazón no es solo el sentimiento. Con frecuencia usamos expresiones como “hacer algo de corazón” o “recibir a Jesús en el corazón”. Si las decimos dentro de nuestra tradición, el corazón hace referencia tanto a la razón como a la voluntad, la inteligencia como el afecto, la sabiduría y el sentimiento, unidos en un mismo órgano que bombea al unísono a todo el cuerpo. Teniendo esas dos vertientes, las dos grandes potencias del acto humano, tienen como origen un único corazón.
Por tanto, cuando hablamos de corazón no nos referimos solo al órgano biológico. Nos referimos especialmente a todas las evidencias que se ponen en juego cuando realizamos un acto verdaderamente humano, usando simultáneamente razón y afecto. “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer. 31, 33). El corazón es la huella de lo divino que hay en nosotros. No se trata de una ley esculpida en piedra que recibió Moisés en el Monte Sinaí. Ese decálogo era necesario para descubrir dentro de nosotros el criterio objetivo de nuestra humanidad. “El que cree en mí; como dice la escritura, de sus entrañas manarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38). En cada uno de nosotros está la huella objetiva de lo divino, en nuestro corazón. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre tiene un sentido religioso que ninguna ideología nihilista podrá jamás extirpar su anhelo infinito. (Experiencia de madre Elvira al abrir la casa del primer cenáculo: ¿qué hacéis?”)
Esto determina nuestra acción educativa. Todo encuentro que sea verdaderamente humano (por tanto educativo) saca a la luz ese corazón infalible. En nosotros y en los chicos (Como cuando los chicos de FP miran a hurtadillas lo que los profesores están celebrando a las puertas de la iglesia. Como cuando los ojos de nuestros alumnos miran cómo nos tratamos, cómo nos relacionamos, cómo afrontamos la vida. “Cor ad cor loquitur” (J. H. Newman) solo el corazón puede hablar al corazón, no existe otro modo de comunicarse con otros sino a través de nuestra naturaleza signo potente de lo divino en el hombre. El mismo corazón de Dios ha sido desvelado en esa relación manifestada en la cruz de Jesús que atraviesa su costado derramando su espíritu a todos los hombres en obediencia al Padre.
Un solo corazón muestra la unidad original que San Ignacio de Loyola descubre al ser herido grave en Pamplona entrando por sus heridas la única relación por la que merecía la pena dar su vida. Había querido hacer carrera en la corte, había querido hacer carrera en la milicia, había cortejado a muchas mujeres. Vuelve fracasado a su casa en Loyola donde todavía hoy podemos visitar la habitación de su conversión.
Todos nuestros proyectos se disuelven ante ese corazón infinito del hombre que a través de sus propias heridas, (cada uno tenemos las nuestras, todos sabemos por dónde supura la herida) entra en relación con el misterio de Dios (el lugar privilegiado del encuentro con Dios son nuestros pecado, Francisco). Solo es posible educar poniendo en juego nuestro propio corazón necesitado del divino maestro dando consistencia a todo nuestro actuar. Si aprovechamos nuestras propias heridas humanas para que entre la gracia, posibilitaremos que también los chicos abran su humanidad al encuentro. Solo si nosotros estamos abiertos a través de nuestras propias heridas en nuestra tarea docente, provocaremos que también los chicos de acuerdo a su edad -los niños tienen una apertura original- descubran ese corazón que les une a la comunidad educativa, a todo hombre de cualquier raza y condición. ¡También en las relaciones entre nosotros! A este nivel humano, podremos descubrir también entre nosotros un solo corazón que nos permite educar juntos. Unidos por esta objetividad de Dios en nosotros -corazón- todo nuestro sacrificio dará fruto: “que sean uno, para que el mundo crea” (Jn. 17, 21).